Hace ya varias semanas que el otoño tomó plena posesión de su tiempo de reinado, y, más allá de donde alcanza la vista, los árboles han quedado desnudos de sus hojas caducas, que tejen una multicolor alfombra en los senderos y veredas, por los que de tanto en tanto transitan parejas de enamorados y paseantes ávidos de naturaleza salvaje.
Los días, aunque mucho más cortos, son todavía de temperatura agradable si bien los atardeceres ya invitan a permanecer cerca del fuego o con ropa de cierto abrigo, porque, en poco tiempo, como suele acostumbrar por estas fechas, llegarán los primeros grandes fríos y con ellos, las acostumbradas nevadas que pintarán todo el paisaje de un inmaculado y refulgente blanco.
Muy lejos de los grandes núcleos de la civilización, donde la congestión del tráfico inunda de ensordecedor ruido de bocinas y sirenas el ambiente; donde la contaminación producida por los escapes de los motores de combustión y las chimeneas de las industrias convierten en irrespirable el aire; donde las noches hacen imposible el descanso porque tienen más luz y habitantes que los propios días…, la quietud del lugar produce una íntima sensación de cálido y balsámico acogimiento; el aire perfumado con el olor de los abetos y las plantas que luchan por hacerse un lugar en el que sobrevivir, invitan a henchir los pulmones con oxígeno lleno de vida, y las horas de penumbra y oscuridad absoluta, cuando la luna no se enseñorea del lugar, anulan cualquier resistencia a elevar la mirada al cielo para intentar, por enésima vez, contar todas las estrellas que desde la lejanía envían sus guiños tiernos y enigmáticos.
Sentado ante la amplia mesa de trabajo, donde la pantalla de un ordenador portátil devuelve las últimas líneas escritas, y con el trasfondo del chisporrotear de los leños en la chimenea, en pugna por imponerse sobre las suaves notas de la orquesta de cuerdas que llenan de intimismo todos los rincones, el hombre detiene su tarea para reclinarse sobre el respaldo de su confortable sillón y aspirar una bocanada del oloroso tabaco que arde en la pipa y que envuelve la atmósfera de la acogedora casita de madera con sus suaves efluvios, al tiempo que deja vagar su mirada por la gran barrera de abetos que frenan el viaje de su mirada poco más allá de la ventana.
Con la mente absorta por la belleza agreste que le rodea, muerde con fuerza la pipa y aspira una nueva bocanada de humo. Cerrando los ojos, se propone alejar de su pensamiento los motivos que le llevaron, hace varios años, a enclaustrarse en tan recóndito lugar; solo, sin más compañía que la soledad que le envuelve, con un ordenador con el que poder escribir y mantener un esporádico contacto con el mundo, y un teléfono que no suena nunca y que nunca transmite llamada alguna.
Demasiadas las cosas por olvidar…, ardua tarea de la que confía salir victorioso; vivencias dolorosas que le han dejado profundas y sangrantes heridas aún por cicatrizar; personas remplazables que ya no significan nada, como no sea la firmeza de procurar evitar todo contacto con ellas.
Le gusta revivir esta rutina todas las tardes: abandonar cualquier actividad y mirar por la ventana, cuando la tarde cae y las variopintas tonalidades que adquiere el cielo, anuncian que la noche se aproxima velozmente.
La tranquilidad y el silencio fuera de la cabaña son cada vez más notorios; los pájaros que trinan o retozan, escondidos durante el día entre las ramas de los árboles o revoloteando alegres por encima de sus copas bajo el cielo, esperan ya acurrucados el momento en el que la oscuridad lo envuelva todo; los paseantes han emprendido ya su regreso a casa y las criaturas de vida nocturna estarán acabando de desperezarse para abrir los ojos a una nueva jornada de vida.
El hombre siente que se le llenan las pupilas de tanta paz y, sin dejar de otear cuanto su vista alcanza, solo árboles y cielo, se concentra nuevamente en la pipa, que continúa impregnado el aire de su delicado aroma.
De pronto recuerda algo y vuelve su atención al portátil, en el que busca un correo electrónico que recibió meses atrás. Estaba redactado en unos términos muy peculiares, lo que hizo que no lo borrase inmediatamente tras haberlo leído, como hacía con casi todos los que recibía y que no estuvieran relacionados con su trabajo o sus finanzas.
Mi muy querido y añorado recuerdo inolvidable:
No pretendería que supieras quién soy, aunque te proporcionara todas las pistas para ello; el tiempo, y ha trascurrido tanto desde “entonces”, cubre los recuerdos con un manto tan tupido, que liberarlos del mismo resultaría una ardua tarea incluso para aquellos que tenemos más entrenada la memoria.
Si acaso conservaras algún vestigio sobre mí, sería bastante tenue ya que nunca hablamos, ni estuvimos a menos de doce metros el uno del otro…, aunque durante un cierto periodo de tiempo fuimos casi vecinos.
Han sido muchos, muchísimos, los esfuerzos que he tenido que realizar para decidirme a contactar contigo, mas la inseguridad, la vergüenza, y la sensación de que finalmente no sabría qué decirte o tú no sabrías qué contestarme, me hicieron desistir de continuar adelante cada vez que estaba ya por empezar a escribir el correo que hoy, por fin, estarás leyendo… O eso me gusta considerar, porque ahora ya todo depende de ti.
Tengo que servirme de este medio escrito para dirigirme a ti «por primera vez» en nuestras vidas, ya que ni dispongo de otro, ni sé cómo conseguirlo.
Te daría mi teléfono para que me llamaras, porque no pediré el tuyo a no ser que me lo quieras facilitar libremente, pero creo que será más correcto que tú decidas cómo proceder, indicándomelo mediante respuesta por la misma vía.
Lo que no te ocultaré es que tiemblo de ansiedad y de miedo, esperando el momento en que, si quieres, me remitas la respuesta que aguardo con verdadera impaciencia. Confío en que al menos, tu curiosidad hará que me des la inmensa dicha de responder a mi correo.
Quisiera no decirte que estaré contando los minutos hasta obtener tu respuesta…, pero así será, no lo dudes.
Siempre tuya,
la sombra de un vago recuerdo.
El hombre esboza una tenue sonrisa mientras aprieta su pipa entre los dientes.
Tras cerrar el portátil, se levanta para dirigirse a la cocina con el ánimo de prepararse la cena. No tiene claro cuál será el menú en esta ocasión, pero como tantas otras veces en iguales circunstancias, decide hacer una buena inspección del frigorífico para inspirarse debidamente, cosa que sabe no tardará en ocurrir.
Opta decidido por la fruta, considerando que es lo bastante nutritiva para una cena ligera que le permita dormir sin interrupciones durante toda la noche.
Pensando que ha llegado el momento de aparcar la pipa, la deja cuidadosamente en el soporte que ayudará a que se apague completamente en pocos minutos.
Después, toma una pieza de cada una de las diferentes variedades expuestas en el frutero, y tras lavarlas concienzudamente las coloca en una bandeja con la que se dirige al salón, dispuesto a disfrutar de una tranquila velada a la luz del fuego que, junto con la música, le proporcionará un ambiente más íntimo y apacible.
Acostumbrado ya a la soledad, sin la necesidad imperiosa de tener que rodearse de otras personas con las que dialogar, el hombre se concentra en disfrutar de cada mordisco cerrando los ojos y degustando despacio el placer dulce y relajante de la fruta.
Acabada su frugal cena y después de lavarse las manos, vuelve a sentarse junto a la chimenea, cierra nuevamente los ojos durante unos instantes y se extasía con la infinita calma que le envuelve.
El enigmático correo vuelve a su memoria.
Le llama poderosamente la atención el hecho de que su comunicante entrecomillara la palabra «entonces», para señalar un momento concreto en el tiempo, y la frase «por primera vez», con la que parece indicarle que nunca antes habían conversado.
Pero ni siquiera se esfuerza en recordar, ya que carece de referencias para intentar hilvanar una sola escena en la que aparezca aquel rostro desconocido.
Recuerda, eso sí, que tras haber considerado por bastantes días qué hacer al respecto de lo que su remitente le proponía, le contestó de forma breve pidiéndole una fotografía de aquella época con la cual hacerse una mejor idea de quién era, ya que ella parecía conocerle bien.
La foto —sonríe de manera abierta— llegó en el transcurso de las siguientes tres horas, lo cual le hizo considerar que, en efecto, su comunicante no había mentido al decirle que tenía sumo interés en que mantuvieran una conversación.
Desde la pantalla, le contempla una chica joven de poco más de veinte años, con unos bonitos ojos y una enigmática sonrisa. «Una mujer muy hermosa», recuerda que pensó al verla, sensación en la que se reafirma al mirarla nuevamente.
La reconoció como una chica que veía venir con frecuencia al edificio que tenía justo enfrente de su vivienda, hace muchísimos años; siempre iba acompañada del que debía de ser su novio, ya que iban siempre cogidos de la mano.
Pese a todo, no contestó a este nuevo correo; no se decidía a entablar un diálogo con nadie, por miedo a que perturbase la tranquilidad de su apacible retiro. Le había costado mucho romper con su vida anterior y adaptarse a la soledad en que se desenvolvía ahora, para permitir que una extraña, por muy «casi vecinos» que hubieran sido, como ella afirmaba, alterara su cotidianidad.
Pero tras considerarlo y reconsiderarlo repetidas veces por espacio de varias semanas, finalmente le contestó con un lacónico correo en el que le pedía su número de teléfono y un buen momento para llamarla, aunque no se comprometía a hacerlo.
Quince minutos más tarde, tenía el correo con el número telefónico en su bandeja de entrada, lo cual le hizo pensar en que la mujer vivía pendiente de sus respuestas, y eso bien la hacía merecedora de una conversación.
No obstante, descartó realizar la llamada y casi se olvidó del asunto…, hasta hoy.
Desde el primer contacto por parte de la desconocida, habían transcurrido completas dos estaciones, primavera y verano, y ya estaba avanzado el otoño.
El hombre se siente de pronto presa de un impulso. Coge el teléfono, busca en la agenda el número de la mujer, previamente guardado por si decidía llamarla, y marca los nueve dígitos.
La señal de llamada suena cuatro veces y el hombre está ya tentado de colgar, cuando antes de que pueda hacerlo, una voz íntima y clara vence sus dudas.
—Hola…
—Buenas noches… Soy yo…, «su muy querido y añorado recuerdo inolvidable».
—¡Oh…!
La exclamación de sorpresa de la mujer le parece sincera, quizás porque no confiaba ya en que la llamada llegara nunca.
Tras un breve silencio, deja escuchar de nuevo su ilusionada voz.
—Buenas noches… Perdóname, no esperaba que me llamaras y no he podido contener la sorpresa y la emoción.
—No se preocupe, me hago cargo. Espero no importunarla a estas horas, ni ponerla en un compromiso con mi llamada… Si le parece mejor, puedo llamarla en otro momento…
—¡No…, no…! ¡No cuelgues…, por favor, no cuelgues…, no te vayas! —Este último ruego, lo pronuncia con un hilo de voz apagada.
—De acuerdo…, no me iré. —Un suspiro profundo le llega por el auricular.
—¡Gracias! Pero por favor, tutéame; solo así me parecerá que no hay un muro insalvable entre nosotros.
—Lo intentaré, pero le adelanto que solo he llamado por pura cortesía.
—Lo sé…, y te quedo muy agradecida desde este momento…, pero tutéame, ¿sí?
—Bien, sí… haré cuanto pueda.
—Con eso me basta… Gracias.
De nuevo se produce un silencio tenso y espeso que ninguno de los dos se decide a romper. Finalmente, la mujer comprende que ha sido ella la que ha demandado esta conversación telefónica, y que debe ser ella la que exponga los motivos que la empujaron a pedirla.
—¿Me has recordado ya al ver mi fotografía? —Pregunta con cierta vacilación.
—Sí, pero muy vagamente, ya que, en efecto, nunca mantuvimos ningún contacto… Lo cual me hace reflexionar en cuál debe de ser la causa que la ha impulsado a escribirme después de tantísimos años.
—No sé por dónde empezar… ¡Oh, si pudieras verme ahora…! Me voy a romper los dedos de tanto retorcérmelos por el nerviosismo.
—Bueno, intente sosegarse; nuestra conversación es ya una realidad.
—Sí, es verdad. Quizás te parezco un poco tonta, pero es que llevo tantos años…
—¿Tantos años…, de qué?
—Pues de intentar contactar contigo sin decidirme.
—¿Es importante lo que me quiere… quieres decir?
—Para mí lo es, pero cómo te lo digo ya es otra cosa.
—Para empezar, intenta contarme quién eres y por qué ibas al edificio que había frente al mío, porque creo que no vivías allí, sino que ibas de visita.
—Es verdad; yo siempre iba con mi novio a ver a unos familiares.
—¿Y por qué ese afán de contactar conmigo después de tantos años, si nunca tuvimos ninguna relación?
—Estoy muy nerviosa… No sé por dónde empezar…
—¿Prefieres que te llame otro día?
—¡No! Deja que me serene un poco, por favor.
—De acuerdo. ¿Dónde estás? Bueno… supongo que estás en tu casa… Quiero decir que si cambiaste de ciudad de residencia.
—Vivo en la misma donde te conocí hace tantos años. Nunca me he querido marchar de ella, pensando en que algún día podría cruzarme contigo y tal vez incluso me atreviera a iniciar una conversación… Pero nunca más te he vuelto a ver.
—La verdad es que yo sí cambié de ciudad varias veces y ahora estoy muy lejos de donde estás tú. Discúlpame que no te diga dónde.
—¡Sí, sí…! Desde luego. No quiero irrumpir en tu vida, aunque ya lo haya hecho al pedirte que me llamaras.
—Eso ya no importa. Cuéntame cuando te veas preparada para ello.
—¿Estoy interfiriendo de algún modo en tu intimidad…, o en la de alguien más?
—No. Estoy tan solo como presiento que estás tú.
—Vale. A ver por dónde comienzo y, sobre todo, a ver si soy capaz de hacerlo.
El hombre percibe la respiración agitada de su interlocutora al otro lado del auricular; comprende que lo que tenga que comunicarle debe de ser algo muy emotivo para ella, y guarda un respetuoso silencio que se prolonga varios minutos más.
De forma atropellada, pero con voz paulatinamente más segura, la mujer retoma la conversación.
—Como te dije antes, yo iba de tanto en tanto a casa de mis familiares; cuando mi novio pasaba a recogerme por mi casa, nos dirigíamos juntos hacia allí. Estábamos ahorrando para comprar los muebles de nuestro piso, ya que nos queríamos casar pronto, y decidimos no gastar dinero en el cine o en cualquier otro sitio. Éramos felices y teníamos grandes proyectos… Hasta que un día, podría decirte la fecha y la hora exactas, te vi en el balcón de tu casa y…
—¿Me viste…? ¿Y…?
—¡Te vi! Te vi…, y al momento sentí como si un puñal me atravesara el corazón; me pareció que todo daba vueltas a mi alrededor y pensé que me iba a desmayar. Recuerdo que instintivamente apreté con fuerza la mano de mi novio, que apretó aún más la mía creyendo que quería transmitirle mi amor. Me puse muy nerviosa temiendo que se me notara en la cara y los ojos lo que me acababa de pasar; no sabía muy bien lo que era, pero lo intuía. Procurando que mi novio no se percatara, te miraba y te miraba, al tiempo que sentía temblar mis rodillas y un escalofrío, acompañado de un sudor frío, me recorría todo el cuerpo mientras pensaba: «¡Dios mío, qué guapo es y qué magnetismo desprende!». Al llegar a la puerta del edificio, y mientras esperábamos a que nos abrieran, miré hacia todos los lados, como si buscara a alguien, pero tan solo por volver a mirarte disimuladamente. Al verte más de cerca, tuve la sensación de que un puño me estrujaba el corazón. En ese momento creí volverme loca; se me doblaron las rodillas y tuve que apoyarme en mi novio para no caer, al tiempo que sentía como un martilleo en las sienes y un solo pensamiento ocupaba mi mente: «te quiero». Mi corazón latía con tal fuerza, que incluso estando en plena calle me pareció que escuchaba su galope desenfrenado. Y antes de entrar en el vestíbulo del edificio, pude mirarte de reojo una vez más a la vez que pensaba: «¡pero qué guapísimo es… y cómo le quiero ya!».
Ante una confesión de amor tan directa y sincera, el hombre queda aturdido sin saber qué pensar y sin atreverse a pronosticar cuál es el propósito que alberga su comunicante al hacerle partícipe de tales sentimientos.
Le parece que ahora debe ser él quien hable y, aunque no tiene claro qué decir, procura salir al paso, consciente de que a la mujer le habrá costado mucho contar ese momento tan íntimo de su vida y ahora espera alguna reacción en su interlocutor.
—Debo confesarte que tu declaración me ha cogido desprevenido y que ahora no sé qué puedo decirte… Lo que me parece tener claro es que ese amor, si no conseguiste arrancarlo de tu corazón, te habrá hecho muy infeliz durante un tiempo… Y lo siento; siento haber vivido ajeno por completo a lo que me cuentas.
—Tú no podías ser consciente entonces.
—¿Por qué lo dices?
—Eras muy joven. Yo tenía veinticinco años, era por tanto una mujer adulta, y por lo que pude averiguar tú eras tan solo un muchacho de diecisiete que apenas acababa de salir de la adolescencia.
—Comprendo…
—Sí. Aquella tarde, ya en casa de mi familia, aproveché cualquier ocasión para mirarte por entre los resquicios de la persiana sin que me vieras y sin que nadie en casa se percatara de mi súbito interés por ti. Cuanto más te observaba, más atrapada me sentía en tus ojos rasgados y en tu mirada, tan dulce, que creía que hubiera podido morir si me hubieses mirado a mí con el amor que yo sentía ya por ti; y si ya me parecía imposible escapar de aquellos ojos que desprendían fuego y ternura a la vez, tu sonrisa maravillosa me cautivaba más a cada minuto, haciéndome pensar que me hubiera gustado sellarla con un beso…
—¿Pero cómo pudo suceder un arrebato tan intenso? Ya habrías visto antes hombres mucho más guapos que yo y verías muchos más después…
—No recuerdo haber visto nunca antes a nadie como tú…, y desde luego nunca, después de haberte conocido a ti. Todo tú desprendías una atracción que no podría definir. Y en tu mirada había algo… algo que me traspasaba, dejándome conmovida.
La atmósfera que envuelve a los dos comunicantes, se ha tornado sumamente intimista. La mujer parece haber perdido los nervios iniciales y el hombre está cada vez más asombrado de haber despertado un interés tan especial en el corazón femenino.
—¿Cómo acabó el día?
—Cuando mi novio y yo bajamos nuevamente a la calle, me miraste durante un momento y yo sentí que temblaba mientras la sangre y el pulso se me aceleraban una vez más. Después, a medida que nos alejábamos por la acera, dándote la espalda, me decía que tú me estabas mirando y hubiera querido darme la vuelta para devolverte una encendida mirada, pero me convencí de que no hubiera estado bien y seguí distanciándome de ti notando que el corazón se me hacía añicos. Aquella noche, no dejé de dar vueltas en la cama mientras mi pobre madre la pasó en vela controlándome la temperatura. ¡Si ella hubiera sabido…!
—Lamento infinito haber sido la causa de tantos problemas…
—¡Por qué! No he conocido nunca más un amor tan intenso como el que despertaste en mí y soy yo la que debe darte las gracias por haberme permitido conocer una sensación así. Pasé muchas noches despierta desde entonces; siempre pensando en ti, en tu rostro, en tu mirada profunda que me traspasaba y en la remota posibilidad de que un día tú también me dijeras que me amabas. Soñaba dormida contigo y despierta soñaba cómo podría ser mi vida junto a ti y… cómo serían nuestros hijos. —Esta última confidencia, hace pensar al hombre en lo que le habrá costado hacerla.
—Estoy mirando detenidamente la fotografía que me enviaste y he recordado haber reparado varias veces en ti y haber pensado que eras una chica muy hermosa.
—Gracias…
—Es la verdad y me parece justo decírtelo. ¿Cómo fueron las semanas siguientes?
—Desde aquella primera vez, desde que despertaste en mí el amor más intenso y abrasador que ninguna mujer haya podido sentir nunca, convencí a mi novio para ir a ver a mi familia cada tarde. Yo me arreglaba, tremendamente coqueta, para estar muy bonita para ti y preguntándole al espejo si te gustaría; quería que cuando me vieras, supieras que toda esa belleza era tuya si la querías. Cuando ya nos íbamos acercando, antes de doblar la esquina y enfilar la calle, «nuestra calle», yo cerraba los ojos y pedía: «¡Por favor, que esté, que pueda verle, que me mire él también!».
—Alguna vez, sin embargo, estaría ausente…
—…Y yo me sentía morir cuando aquella tarde no te veía. Luego vigilaba desde la persiana por si aparecías y cuando me marchaba sin haberte visto, a duras penas podía contener las lágrimas por la tristeza. Pero cuando podía verte desde que asomaba por la esquina, en el otro extremo de la calle, mis ojos ya no se apartaban de ti y te decían con la mirada cuánto te amaba, por si podías darte cuenta de ello… Pero tú, como si yo no existiera. En más de una ocasión, me dieron ganas de plantarme bajo tu balcón y gritarte: «¿pero es que no te das cuenta de lo mucho que te quiero y te necesito? ¿Es que no ves que me estoy muriendo de amor por ti y que acabaré por hacerlo si no me dices que me amas tú también?».
—Yo sí que habría muerto de vergüenza si lo hubieras hecho… Pero eso nunca ocurrió. ¿Qué te lo impidió?
—Los convencionalismos. Yo sabía que era muy mayor para ti, que eras aún muy joven, y estaba cerca la fecha de mi boda. Me daba miedo formar un escándalo en la familia. No sabes cuántas veces me he arrepentido de no haber sido más decidida.
—De todas formas, te habrías buscado un problema para nada; yo estaba pasando en esa época por lo mismo que tú. Me bebía los vientos por una chica que me hizo sufrir un amor tan intenso y desesperado, que cuando comprendí que ella no me correspondería jamás, creí morir. Si me veías a menudo en el balcón, era porque yo no tenía la suerte de vivir frente a su casa para contemplarla a través de la persiana, así que intentaba verla cuando salía con sus amigas. Y muchas veces ni así la veía, por lo que entraba en casa abatido; esos serían, seguramente, los días que no me veías en el balcón.
—Así que yo suspiraba por ti, mientras tú lo hacías por otra a quien tampoco le importabas…
—La vida siempre es más cruel de lo que nos gustaría…
—Pues sería la única chica que estaba vacunada contra tu hechizo, porque en tu entorno más inmediato tenías varias admiradoras más, que te comían con la mirada…
—¡Qué…!
—Aunque desde que doblaba la esquina yo solo tenía ojos para ti, también me daba cuenta de que desde otros balcones, varias mujeres se abrasaban al mirarte y te dedicaban miradas incendiarias con una atención muy parecida, si no igual, a la mía. Yo las miraba con rabia, como diciéndoles que eras mío, que yo te vi primero… pero ellas no se enteraban. ¡Claro, solo tenían ojos para ti…! ¡Jesús, nunca más he sentido tantos celos como entonces!
—¿Quieres decir que había una especie de duelo de miradas en los balcones por mí? ¿No exageras ni un poquito?
—¡En absoluto! Una mujer nota esas cosas. Y aunque algunas de ellas eran de una edad más cercana a la tuya, y muy bonitas por cierto, había otras que ya estaban casadas,… y más de una con hijos. ¡Pero, cariño mío, es que eras irresistible…!
—¡Vaya! Será verdad entonces que los hombres solemos estar ciegos.
—Tú al menos, ¡ya lo creo! ¡Porque mira que no percatarte de que tenías a medio barrio femenino derritiéndose por ti…! ¡Por Dios, es que eras muy guapo! Solo tengo que pensar en lo que despertaste en mí, para imaginar lo que podrían sentían ellas.
—Y la que en verdad a mí me importaba, no sabía ni que existía… Bueno, afortunadamente lo pude superar y ahora ya es solo un vago recuerdo. ¿Cómo te cambió la vida ese amor imposible?
—Continué durante un tiempo más, sintiendo mariposas en el estómago cada tarde cuando te veía, y sufriendo después por las noches por un amor que nunca sería mío. Consideré seriamente la posibilidad de romper mi noviazgo, diciéndome que mi chico sí me quería y no merecía que le hiciera eso, pero un día me levanté y al mirar mis profundas ojeras tras una interminable noche más de insomnio, dije basta. Me auto-convencí de que acabaría por volverme loca de verdad si no adoptaba otra actitud y dejé de ir por tu barrio, creyendo que si no te veía más te olvidaría, con el pretexto de los preparativos de la boda, que se celebró pocos meses más tarde.
—¿Te resultó muy difícil?
—Lo fue, es cierto, y muchas veces pensé en cancelar mi matrimonio. Algo muy dentro de mí se rebelaba contra aquella boda con un hombre al que profesaba un profundo cariño, pero al que no amaba con la pasión y la locura con que te amaba a ti. En mis momentos de gran debilidad me decía que no debía seguir adelante, que me estaba engañando, que no sería feliz si me casaba con otro que no fueras tú…, pero estaba desesperada y tenía que escapar de aquella situación por algún lado. Y creyendo que eso era lo mejor, me casé.
El tono roto de la mujer al pronunciar estas palabras, restalla como un latigazo en los sentimientos del hombre. Solo alguien que hubiera amado como lo hizo él, sin esperanzas de alcanzar aquel amor, podría comprender el auténtico drama con el que tuvo que luchar esa mujer; él también pasó muchas y largas noches en blanco, soñando despierto con una chica que nunca le concedió el más mínimo interés, y que nunca debió de imaginar lo mucho que sufrió por ella. Al fin y al cabo, fue su primer amor.
Después piensa, no sin cierta tristeza, que en aquel barrio de su juventud se formó un triángulo sentimental en el que uno de sus lados se había soldado en el vértice equivocado. Juzgando sus grandes fracasos sentimentales y los consiguientes divorcios, se dice que si hubiera estado menos obcecado por el interés de una mujer imposible y hubiera prestado más atención a esa belleza morena de la foto, que le amó en silencio durante tantos años, y puede que le ame todavía, tal vez su presente, el de ambos, sería ahora muy distinto y podrían seguir mirando hacia el futuro con un cierto optimismo.
Pero sacudiendo la cabeza con energía, el hombre se dice que a fin de cuentas, eso es el amor: fijarse a menudo en la persona equivocada. Él no fue la mejor elección de su interlocutora, del mismo modo que la chica imposible de su juventud no fue tampoco la mejor que él pudiera haber hecho.
Han entrado nuevamente en un silencio denso en el que cada uno de los dos comunicantes está abstraído en sus recuerdos. La mujer ha debido de sucumbir a un sentimiento de gran vergüenza, al no poder adivinar lo que el hombre pensará ahora de ella. Por ello deja que ahora sea él quien tome de nuevo la palabra, temiendo lo que pueda decirle y que muy bien marcará la senda definitiva por la que habrá de discurrir su relación futura.
—Lamento profundamente haber sido la causa de que pasaras por todos esos tormentos. Coincido contigo en que debía de estar ciego, y además sordo, por no haberme dado cuenta de que el amor me estaba llamando a gritos cada tarde desde tu corazón. Siento…, siento que no te atrevieras a ponerte bajo mi balcón para decirme lo que sentías; tal vez con ello, hubiera reaccionado para sacudirme de encima un amor que solamente me aportó tristezas, y entonces te habría prestado más atención, que quizás con el tiempo hubiera devenido en algo más. Gracias por tu sinceridad, y por favor, no sufras por lo que yo pueda pensar sobre lo que me has contado, que no puede ser otra cosa sino una firme admiración por alguien que tuvo que luchar por mantener su amor en secreto; que bien sé que el corazón hace siempre lo que quiere, independientemente de lo que nos convenga.
La mujer exhala un largo suspiro cargado con toda la tensión acumulada desde el inicio de la llamada.
—Entonces, ¿no me juzgas?
—¿Juzgarte? ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por haberme amado como no lo ha hecho nunca nadie? ¿Qué derecho me asistiría? Lo que siento es no haber reparado en ese amor, y en ti, para poder habernos dado una oportunidad.
—¡Oh…! —Un sollozo largo y compulsivo llega al auricular del hombre, que prefiere no interrumpir el momento, al considerar la necesidad que tiene la fémina de desprenderse de tanta angustia—. No sabía cómo reaccionarías cuando te contara mi gran tristeza, pero en todo momento preferí imaginar que sería como lo has hecho. Acabo de comprobar que eres como siempre te idealicé.
—¿Y cómo imaginabas que sería?
—Aunque lo primero que me interesó de ti, y que bastó para enamorarme, fue la apostura de tu rostro, seguida por la profundidad de tu mirada, tuve tantas oportunidades de observarte, que fui descubriendo otros rasgos que además de acabar de convencerme de que estaba locamente enamorada de ti, me dieron pie a imaginar fantasías que me acompañaron en mis largas noches de insomnio.
—¿Y quieres contármelas?
—¡Sí quiero! No puedo, ni quiero ocultarte ya nada. Imaginaba por ejemplo, que pasaba largos ratos frente a ti, con mis manos entre las tuyas y mirándome en tus ojos e intentado llegar a lo más profundo de tu alma a través de ellos, mientras tú te dejabas invadir por mí con una deliciosa sonrisa en los labios que me volvía loca de felicidad. Yo estaba en esas fantasías tan subyugada, que cuando ya no podía aguantar más mi dicha, pasaba mis manos suavemente por tu rostro, acariciándolo despacito y consiguiendo que cerraras los ojos, momento que yo aprovechaba para, cogiendo tu rostro entre mis manos, acercarme a ti con los ojos cerrados también y así robar de tus labios el beso más dulce que unos labios masculinos me hubieran dado nunca. Con mucho esfuerzo lograba separarme de ti, para jugar con tu pelo, revolverlo todo, y apartar tu flequillo rebelde de la frente mientras me mirabas con aquellos ojos como espejos y sonreías… y sonreías… y sonreías… ¡Oh, Dios…!
La emoción es nuevamente más fuerte que la voluntad de la mujer, que prorrumpe en un angustiado llanto convulso que semeja haber roto su ya frágil entereza, con la furia de un huracán.
Con la voz entrecortada por los sollozos y la tristeza, entre hipidos que brotan incontenibles e interrumpen la fluidez de sus frases, prosigue con la confesión de amor más conmovedora que el hombre hubiera escuchado nunca.
—¡Cómo podría expresarte… la gran tristeza que me rompía… el corazón, cuando me daba… cuenta de que eso eran… solo fantasías… que nunca se harían… realidad! Cuando me convencía… de que jamás serían… verdad esas situaciones…; de que yo no tendría… nunca tu rostro entre… mis manos; de que nunca te revolvería el cabello…, ni sentiría… ni sentiría… aquellos besos tan dulces que imaginaba…, me quería morir… ¡Oh, amor mío…, si supieras con qué… dulzura y abnegación… te he amado siempre… todos estos años… desde aquel día…!
—Calla un instante. Respira hondo y deja que tu corazón recupere el sosiego. Has liberado al fin tu alma de ese gran secreto largamente escondido, y yo ya he comprendido el alcance de sus estragos. Es casi como si me lo hubieras dicho bajo mi balcón.
—Pero ya es muy tarde… y nunca sabrás la medida exacta… de mi amor por ti.
—Es cierto, pero me has permitido hacerme una idea bastante aproximada.
—¿Qué crees que… que habría pasado si te hubiera… declarado mi amor… bajo tu balcón?
—Pues como te dije antes, lo primero, morirme de vergüenza, lo cual te habría dejado para siempre sin el amor con el que soñabas. —Nerviosamente, la mujer sonríe, que es justo lo que pretende el hombre con su comentario. Tiene una sonrisa fresca, contagiosa y bonita—. En el supuesto de que no me hubiera muerto de la vergüenza, tal vez lo hubiera hecho a manos de tu novio, que quizás no habría podido soportar un ataque de celos, así que había bastantes probabilidades de que te quedaras viuda, antes de… proponerme que me casara contigo. —Nueva sonrisa esplendorosa, abierta, ahora relajada y anhelante—. O puede que, ante tu declaración de amor arrebatado en plena calle, las «otras pretendientes» que dices me comían con la mirada, te hubieran matado a ti o te hubieran sacado los ojos, con lo que, o bien el viudo prematuro habría sido yo o bien tendría que haberte comprado un perro lazarillo,… así que habríamos empezado nuestra vida de casados, siendo tres: tú, yo y el perro… de momento.
—¡Oh, cómo te quiero…!
—…Pero si nada de eso hubiera sucedido, te habría invitado a que conversáramos sobre tu inesperado amor.
—¿Y crees que hubiera tenido posibilidades?
—¡Eso no lo sé! Pero habríamos tenido muchas oportunidades de conocernos mejor: de saber si conectábamos o no; de averiguar si nos gustaban las mismas cosas; de averiguar si estábamos bien juntos; de averiguar si me mosqueaba que me revolvieras el pelo… —Nueva sonrisa, ahora francamente divertida—. Lo que sí sé, es que no mucho después me di cuenta de la imposibilidad del amor que me encadenaba a la otra chica, así que…, ¿hubieras estado dispuesta a esperar a que yo espantara de mi corazón un amor no correspondido?
—¡Sí hubiera esperado! ¿Acaso no llevo aguardando sin esperanzas toda mi vida? Yo te habría ayudado a olvidar a aquella chica, de eso puedes estar seguro; su recuerdo te hubiera durado un solo beso mío.
—Te creo, y siento que todo eso sea algo que ya no sepamos nunca.
—Y yo…, pero me hago cargo de nuestra edad y entiendo que ya es bastante difícil.
—Lo es, por desgracia, pero te confieso que me gusta hablar contigo y más todavía escucharte. ¿Te sientes mejor ya?
—Me siento en paz. En muchas ocasiones, cada vez que pensaba en ti, me decía que no podía morir, ni permitir que tú lo hicieras, sin darte a conocer el gran amor que despertaste en mi corazón cuando tú solo eras un muchacho, y yo una mujer adulta a punto de casarse. ¿Crees que si hubiésemos hablado entonces, habría resultado un obstáculo nuestra diferencia de edad?
—No lo creo. Si me hubieses hablado entonces con la misma franqueza que ahora, me habría resultado muy difícil no enamorarme también de ti, porque lo cierto es que tenía mucho amor acumulado esperando ser entregado… Aunque desconozco si entonces no me habrían matado mis padres…
—Ja, ja, ja… ¿Porque yo era más mayor que tú?
—O porque yo era demasiado joven… No sé.
—¡Te quiero! Pero te aseguro que ya no persigo nada, porque soy consciente de que nuestra oportunidad pasó; deja sin embargo que pueda dar salida a todo lo que he sentido y siempre sentiré por ti. Ya conoces la angustia de no poder decir lo que te desgarra el corazón y te abrasa los labios.
—La conozco, sí, porque yo también la sufrí. Y no seré yo quien te prohíba que puedas expresarte como el corazón te mande.
—Pues te quiero, te quiero, te quiero… ¡Te quiero, corazón mío! Gracias a Dios, ya he podido decírtelo; casi cuarenta años después, pero con la misma emoción de entonces. Ahora ya no me importa nada de cuanto me aguarde en mi destino…, ni me importaría morir aunque fuera esta misma noche, aunque si eso no sucede hoy, quiero que sepas que me dormiré pensando en ti y diciéndote que te quiero hasta que me venza el sueño.
—Me alegra que te hayas podido liberar de toda esa carga, y espero que tengamos más oportunidades para conversar y para que me puedas decir muchas veces todo lo que quieras y lo que sientas, si es lo que deseas. Me sentiré bien sabiendo que eso te hace feliz.
—¿Lo comprendes? Por eso me enamoré de ti, aunque todavía no lo supiera. Tenías algo que irradiaba confianza, sensibilidad y cercanía.
—¿Qué pasó finalmente con tu matrimonio?
—Que fue un rotundo fracaso, ya que no podía ser de otra forma. Yo no podía dar a mi marido lo que ya ni siquiera era mío, pues te lo había entregado a ti. Poco a poco nos fuimos distanciando y finalmente optamos por divorciarnos para que cada uno siguiera su propia vida.
—¿No tuviste hijos?
—No. Me prometí que si algún día los tenía, debían ser tuyos. Así que, aquí estoy, sola y ya sin posibilidades de tenerlos, ni siquiera contigo, y cada día más cerca de llegar a la meta de mi vida. Cuando pensar tanto en ti me hacía daño y acababa exhausta y con los ojos doloridos de tanto llorar, intentaba imaginar cómo hubieran sido nuestros hijos; alguno como tú, seguro, y llevaría también sobre sí ese magnetismo que se desprendía de ti y me volvió loca. Puede incluso, me decía, que fuese tan guapo como tú y arrollara sin remedio el corazón de otra chica, como hiciste conmigo, pero que esperaba fuera capaz de no dejar escapar la ocasión de decirle lo que sentía… Solo imaginar a la pobre en mis circunstancias, me llenaba de dolor. Tengo ya algunas arrugas por el paso de los años, pero te aseguro que mis neuronas funcionan como cuando era joven a fuerza de haberlas puesto a trabajar las veinticuatro horas del día en estos ocho lustros; la mayor parte pensando en ti.
—¿Vives sola?
—Sí; y sin más familia ya, que algún hermano y unos cuantos sobrinos, pero con el corazón todavía desbordado por un amor inmenso como no has conocido otro en tu vida.
—¿Y eso te hace feliz? ¿Te compensa?
—¡Totalmente! Hay personas que pasan por la vida sin conocerlo ni entregarlo; yo estoy tan llena, que cuando quiero que mis recuerdos me lleven al pasado, los muy traviesos siempre me transportan al día que te conocí y me enamoré, para seguir avanzando desde ahí; es como si mis años anteriores hubieran desaparecido de mi vida. ¿Y sabes…?
—Dime.
—Que aunque las cosas no han sido como yo las imaginé, tu recuerdo me ha ayudado a seguir adelante; ha sido como la energía que me ha impulsado todos estos años. Después de mi divorcio me declararon su amor varios hombres, pero ya nunca vi ni sentí en ninguno aquella sublime atracción que tú me inspiraste desde el primer momento, así que ni siquiera me sentí tentada a considerarlo. Mi corazón ha sido y sigue siendo enteramente tuyo y lo será hasta que se detenga cansado ya de latir, aunque te puedo asegurar que el segundo anterior a ese instante, lo dedicaré a darte mi último te quiero en esta vida.
—Después de varios divorcios en mi vida y tras escucharte, pienso que durante mucho tiempo llamé a las puertas de los corazones equivocados. En ese aspecto, mi vida ha sido un cúmulo de desaciertos. ¡Y yo sin saber que estabas en alguna parte esperándome…!
—¿Tú sí tuviste hijos?
—Sí; lo mejor que me ha quedado tras esos divorcios. Puede incluso que alguno de ellos tenga esa chispa que mencionabas, aunque yo no la sepa ver. Te gustarían.
—Estoy convencida; porque son tuyos y porque no hay nada que forme parte de tu vida y no me importe.
—Ahora soy yo quien debe date las gracias.
—¿Volverías a iniciar una nueva relación?
—Estoy ya muy cansado y desengañado…, así que, no; no forma parte de mis pensamientos. Ya me he acostumbrado a la soledad, con la que no encuentro nunca motivos para discutir.
—Pero eres joven todavía como para seguir estando tan solo… Habrás tratado con muchas mujeres y alguna habrá que estaría deseosa de que le dieras una oportunidad.
—No deseo cambiar por el momento el modo en que vivo, ni echo de menos algún tipo de compañía, pero, ¿sabes una cosa?
—No, pero quiero que me la digas.
—Cada vez que se inicia una relación, parte desde un desconocimiento absoluto de la otra persona. Si en algún momento de mi vida, desde ahora en adelante, decidiera reconsiderar mi idea de seguir solo, y compartir con una mujer mi soledad, te lo contaría a ti en primer lugar.
—¡Cariño mío…!
Un sollozo, mezcla de sorpresa, de incredulidad y de esperanza, toma de nuevo al asalto a la mujer, que se muestra incapaz de pronunciar ni una sola palabra durante un tiempo considerable que el hombre prefiere respetar hasta que ella lo considere oportuno.
—¿Lo dices de verdad…? ¿Por qué lo harías?
—Porque ya no somos esclavos de la pasión, y solo confiamos en encontrar un refugio seguro y sincero cuando estemos derrotados por los acontecimientos; porque tú me has enseñado hoy que se puede amar más allá de las veleidades de la juventud, y porque sé que me resultaría imposible encontrar a nadie que me amara con la entrega de que tú has sido capaz, además de que no creo que encontrara a nadie mejor. Pero, como te digo, aún no me he planteado llegar a ese horizonte; ese momento de renunciar a mi soledad no ha llegado todavía, ni lo veo próximo a venir; son muchas las vicisitudes que quiero dejar muy atrás y aunque estoy convencido de que esos malos recuerdos me durarían «un solo beso tuyo», debo afrontar esa decisión plenamente convencido.
—¡Cariño mío…! ¡Mi vida!
—También puedo asegurarte, que si finalmente no me veo capaz de comenzar una relación contigo, no lo haré tampoco con nadie más. Esta vez sí, serás tú o no será nadie.
—Sabes que esta noche no dormiré, ¿verdad?
—Creo que yo tampoco lo haré, pero quizás sea momento de intentarlo al menos, ¿te parece?
—Me parece bien, vida mía. Desde hoy viviré aferrada al teléfono, esperando siempre tu llamada por cualquier motivo que quieras compartir conmigo. Ahora mismo me siento como si algún prodigio me hubiera llevado de nuevo al instante en que te conocí…
Pero esta vez no he tenido que cerrar los ojos antes de doblar la esquina y enfilar tu calle rezando para que estuvieras en el balcón, porque sé que estarás.
De nuevo te veo asomado a la barandilla, increíblemente guapo y arrebatador, con esa mirada limpia y profunda que me traspasa de parte a parte, porque ahora sí que me miras a mí.
Te devuelvo la mirada y me digo, extasiada, «¡qué guapísimo es!», mientras me percato de que ya me has robado el corazón para siempre.
No hay nadie más en la calle, ni en los balcones competidora alguna que intente arrebatarme tu atención, que es solo para mí.
No tengo novio ni planes de boda a la vista, y no he venido a ver a mi familia, sino a ti.
Ya no tengo que observarte desde detrás de la persiana, así que, sin dejar de mirarte, me planto bajo tu balcón.
Tú me sigues con esa mirada desconcertada, dulce y asustada, de muchacho joven e inseguro que no se atreve a vaticinar lo que pretende la hermosa desconocida que le mira arrebatada de amor.
Y con una mirada incendiada por la pasión, en un susurro que es una auténtica liberación para mi alma atormentada, te digo algo que nadie más oye y que tú no esperas: «¡Te Quiero!».
Tus mejillas coloreadas por el rubor me confirman que ya he captado todo tu interés, y es entonces cuando te digo muy bajito que, «un solo beso mío hará desaparecer cualquier mal recuerdo de amor que anide en tu corazón».
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